sábado, 3 de marzo de 2012

Los Monaguillos de Villagonzalo

Los monaguillos


De izda. a dcha. Andrés Sesma, José “Gasolina”, Pedro Ángel Vivas Corbacho, Quico Barco, Gonzalo Godoy y Juan “de la bosiquina”.

La palabra monaguillo proviene de monjes pequeños o pequeños clérigos.

Voy a contaros mi experiencia de monaguillo,  parte de los años ’60 y de los ’70, cuando ejercían de sacerdotes Don Manuel Molina y Don Vicente Cortés.
Una gran parte de los niños tuvimos la experiencia de ejercer de monaguillos. No era fácil ingresar en este cuerpo integrado por ocho miembros, había lista de espera, seis eran considerados oficiales, mas dos de reserva, pues siempre había alguna gripe, una pierna rota, un brazo “lastimado”..... Hay que decir, que la mayoría vivíamos en la proximidad de la Iglesia, entre ellos recuerdo a Antonio Farrona, Manolo Vivas, Martín Vivas Corbacho, Esteban Patiño, José Manuel Flores Barco, Juan Félix Miranda, Miguel María Sesma, Ignacio Valadés, Félix Andujar....

Al principio ingresabas de “reserva”, había que aprender todo lo relacionado con el oficio, memorizando palabras y utensilios sacros: cáliz, patena, palio, crismeras, misal... Una vez que eras titular, formabas pareja para desarrollar las funciones de acólitos, secretarios o campaneros.
De acólito ayudando al sacerdote durante la liturgia, preparando el servicio en el altar, siempre atentos a las vinateras, tocar la campanilla en el momento adecuado, aguantar el misal, además de ser los únicos con derecho a beberse el vino sobrante no consagrado.
De secretario ayudabas a vestir al cura: alba, cíngulo, estola, capa pluvial...., abrir y cerrar puertas, encender y apagar cirios y lámparas.
Y por último, de campanero eras el encargado de tocar las campanas. En un principio se tocaban desde el coro, colgándonos y balanceándonos de la cuerda, mas tarde se tocaba arriba en el campanario. La subida a la torre era peligrosa, estrecha y oscura, se accedía a través de una escalera en espiral sin barandilla en la parte del hueco que daba al vacío. Había dos campanas grandes y una pequeña, en las grandes se tocaba a misa, se doblaba para los entierros, y se repicaba para anunciar las fiestas; en la pequeña se anunciaban los toques a misa.
Las campanas marcaban las horas del pueblo. Arriba en el campanario no había peligro de que te cogieran fumando, siempre había escondido en alguna grieta, un paquete de “Palmitas”, “Bonanza”, “Tres carabelas”..., y si había dinero, un paquete de “Pipper” mentolado; todo condimentado con las risas del “pecado” y las toses de fumador inexperto. Buenos momentos pasados asomándonos a ver las diminutas figuras en la plaza; saltando al tejado a por nidos o coger “volandones”.
Diariamente asistíamos a misa. Entre semana había pocas feligresas y menos feligreses, mujeres con velo y luto eterno, cada una propietaria de su reclinatorio, por lo que tenías que incorporarte al canto para que no sonara a descampado la iglesia: "Como brotes de olivo en torno a tu mesa...", "Que alegría cuando me dijeron.”, "Venid y vamos todos..." "Tu palabra me da vida”….

Aparte de la asistencia a las misas, participábamos en los entierros, bodas o bautizos, por estos dos últimos conceptos, ni que decir tiene, la propina dada por los padrinos no entraba a la parroquia, sino a nuestros bolsillos. Además, los dos acólitos, con toda la cara del mundo, acompañaban al cura a comer en los banquetes de celebración.

Los entierros, en aquel tiempo en blanco y negro, eran sobrecogedores. Los cantos funerarios, el hisopo, la llama de las velas, las sombras proyectadas, el susurro del rezo y el olor a incienso daba una solemnidad que resultaba tétrica. Se acompañaba al cura desde el responso hasta la despedida del duelo, se  preparaba el catafalco en la iglesia, y se  doblaban las campanas.

Ejercer este oficio requería esfuerzo y no pocos sacrificios, ser puntual y asistir diariamente a misa, aparte de memorizar cuatro cosas en latín para responder, aunque sin saber bien lo que decías. Siempre presente en días de fiestas, romerías, catequesis,  extremaunciones, trasnochar para la misa del gallo, pasar la bandeja del cepillo.... 
Pero también tenía sus compensaciones como recorrer todos los rincones de la iglesia, la sacristía, la torre, el coro, el confesionario, jugando al escondite, entre miedos a la oscuridad, a las imágenes, a que te regañara el cura. Y por supuesto, la percepción de  un salario semanal, pagadero todos los domingos. La asistencia diaria, controlada por el “listero” encargado del cuadrante,  era pagada a 1,50 pesetas, pero si faltabas a las tareas te descontaban 2,50 pesetas, por lo que éramos excelentes cumplidores del deber.

Una vez terminado el oficio, colgabas la sotana blanca, salías rápidamente a la “plaza los postes”, detrás de la iglesia, donde transcurrían los momentos más extraordinarios de la niñez: corretear o disputar un partido de fútbol, jugar a los “guarrinos”, al “guá”, a “antera”.... Todo ello interrumpido si aparecía el cura por la esquina, entonces era obligatorio acercarte raudo a besarle el anillo que portaba en la mano derecha.