Guadiana, lugar de mi infancia donde los recuerdos fluyen. Tardes de verano llenas de gozos. Sabores a bocadillo de tortilla de patatas, pepinos y tomates con sal, tajadas de melón, después del baño. Olores a orilla mojada, adelfas, espadañas, carrizos y junqueras.
Se aproximaba el 25 de junio, día del Corpus Christi, fecha en la que comenzábamos la temporada de baño. Se notaba el nerviosismo en la pandilla, para aquellos que no íbamos acompañados por personas mayores, la tarde de baño representaba el aliciente de lo prohibido y las serias advertencias familiares. Ya podíamos considerarnos “mayores”...
Una vez reunidos en el punto de partida, bajábamos la calle Estación, desviándonos por el pozo que existía a las traseras del edificio de “Cepansa”. Algunos nos subíamos al brocal, desafiando sus 15 metros de profundidad, recorríamos su circunferencia, indiferentes al peligro que ello suponía. Otros se entretenían en apedrear los numerosos nidos existentes en dos grandes palmeras datileras, cuyos frutos también
nos comíamos cuando estaban maduros.
Seguíamos en dirección a las vías del tren donde estaban estacionados numerosos vagones de mercancías, pues Villagonzalo era estación auxiliar de la de Mérida.
Atravesábamos las vías subiéndonos por ellos, algunos de combustible, otro de transporte de cereales,... hasta llegar a un camino de tierra que daba acceso a la zona de baño.
La zona de baño ocupaba unos 300 metros en cada orilla. En el margen que daba a la estación, donde se encuentra el edificio de la central de electricidad de la Sociedad “Guerrero y Guillén” y fábrica harinera denominada “San Amaro”, en funcionamiento desde mayo de 1906 ,se extendía una amplia explanada con apenas algunos árboles de ribera, toda llena de hierba, que se utilizaba como playa, zona donde se depositaban las toallas y se asentaban bañistas y acompañantes.
Aguas arriba, el río había roto el muro de la pesquera, produciendo una gran vía de escape de agua, por ello, el brazo de agua que llegaba hasta fábrica de la luz venía sin corriente alguna, poco profundo, muy limpio, que sin llegar a ser aguas cristalinas, era una zona de baños envidiable. Apenas entrañaba peligro para los nadadores principiantes, con una profundidad que no superaba el metro y medio, existiendo solamente el peligro de grandes peñas afiladas en algunos lugares del fondo.
El otro brazo del río que escapaba por la pesquera, el agua tenía la fuerza de la corriente del río abierto, lo cual no era impedimento para que algunos, más osados, nos metiéramos en la corriente y braceando lo más rápidamente posible, cruzábamos su cauce, apareciendo cientos de metros más abajo, para después descalzo a través de una orilla llena de zarzas, desandáramos el camino y volverlo a cruzar en sentido contrario. Hazañas infantiles que tenían el encanto de lo prohibido, pero que nos cuidábamos mucho de hablar en nuestras casas, pero sí lo hacíamos entre nosotros en las plazas del ayuntamiento y de la iglesia, durante las noches de verano,
recordando lo hecho, de presumir de valientes, y de planear el día siguiente.
Los fines de semana, familias enteras, se iban al río desde la mañana hasta la noche, reservaban su pequeño espacio esparciendo sus toallas en la hierba, disfrutando del viento fresco del río, luego del baño comían y bebían las viandas que portaban de casa, de postre melón y sandía.
Otros, en cambio, podían tomarse el aperitivo en la cantina de “Roque”, hecha con palos de madera y cañas, y que permanecía abierta todo el verano a la orilla. En ella se podía tomar un botellín de cerveza, vino peleón local embotellado por Bodegas Segundo Vivas; siendo tapa única: tomate con sal, que era lo que daba la tierra.
El progreso de la civilización trajo consigo el agua corriente al pueblo, y con ello la canalización de las aguas fecales vertiéndose directamente, sin tratar, al arroyo San Juan y de éste al Guadiana, con ello se acabó el baño. Durante algún tiempo, la población emigró a la zona del badén, pero la construcción de piscinas en los pueblos aledaños acabaron igualmente con esta zona.